Los romanos creían en el poder del nombre. Para ellos el nombre era un presagio, es decir, el destino estaba en el nombre.
El nombre es la primera etiqueta que tiene un ser humano: puede contener infinitos significados pero, dentro de una familia, tiene un significado muy concreto. Podemos imaginar cinco niñas que se llaman María, la primera porque a su madre fue el nombre que siempre le gustó para su hija, la segunda porque sus padres son muy religiosos y les gustan mucho las cualidades de la Virgen, la tercera porque así se llamaba una tía que murió en accidente de tráfico cuando tenía 25 años, la cuarta porque lo decidió así su hermana de 4 años ya que cuando nació su mejor amiga se llamaba igual, y la quinta porque así se llamaba su madre. Seguro que muchos de los que lean este artículo tienen un amigo o familiar o incluso ellos mismos, cuya razón para elegir su nombre, fue igual o parecida al de los ejemplos que hemos citado. ¿Has pensado en las consecuencias de estos significados en una niña tan pequeña? En ocasiones ponerle a un hijo un nombre que tenga para los padres mucho significado, por ejemplo el nombre de alguien de la familia, es una carga demasiado pesada para la persona que va a nacer.
Me gusta considerar el nombre como el primer regalo que hacemos a nuestro hijo. Es algo que llevará puesto toda su vida; tendrá un vínculo con él para siempre y por esa razón debe ser elegido con mucho amor y ternura. Por eso deben ser siempre los padres quienes decidan el nombre para su hijo, es solo responsabilidad de ellos elegirlo. Lo importante, en mi opinión, es que el nombre esté «libre de cargas” para el bebé que está a punto de nacer para que pueda tener una identidad propia dentro de la familia y luego en el entorno donde crezca y viva. Estas son circunstancias que ayudarán al niño positivamente a lo largo de su vida. Al final, el nombre no dice de quien lo porta sino de quienes se lo pusieron, sin embargo, condicionará la vida de la persona que lo lleva.